Una tétrica noche, la maldad y falta de escrúpulos
de un hombre acabó con el idilio de
María Soledad y José Nicolás.
La decapitada de Santa Elena
Iniciaba el último tercio del siglo XVIII; las obras de construcción del templo parroquial iban muy adelantadas; La Villa de Lagos veía correr los días plácidamente, interrumpidos de vez en cuando, con las fervorosas devociones de mercedarios y capuchinas.
Entre los canteros de la construcción en ciernes, se distinguía un joven de alto porte, musculoso y moreno, el mestizo José Nicolás; hijo del herrero Jerónimo, vecino del Testerazo.
José Nicolás era trabajador y cumplido como pocos y se distinguía entre todos, por su intrepidez, pues era quien colocaba en las alturas de la construcción, en aquellos lugares más arriesgados, las canteras que tallaban, pocos como él, y a sus veinte años, aún su corazón no había sentido la inquietud por alguna joven del lugar.
Cuando a la fragua llegaba, lo moreno de su color aumentaba con el hollín y tizne al ayudar a su padre, todos los días, muy temprano, salía del Testerazo y apuraba el paso, para cruzar el río y subir por la calle de La Merced; ese día lo hizo por la calle del Rosario y cambiaría su vida para siempre.
En la última casa de la calle del Rosario, cuyas tapias daban al río, vivía una jovencita llamada María Soledad, siempre ocupada en ayudar a su madre en las formalidades de la casa.
Con peculiar empeño cuidaba de las plantas, que formaban agradable vergel en el patio, donde entre la macetas sobresalía un naranjo en cuyas ramas, monótono canto entonaba la paloma torcaz.
No era alta; su mediana estatura le daba una gracia particular, su negro y ensortijado pelo caía con naturalidad sobre los hombros y un collar, herencia de la abuela, hacía juego con la tímida e inocente mirada que irradiaban sus pupilas, su delicada nariz remataba las graciosas curvas de unos labios que gozaban con cantar, mientras sus labores hacía su bien cincelado cuello, dejaba entrever la blancura de su piel y a la imaginación del encanto de un bien torneado cuerpo.
Gustaba levantarse temprano a los primeros rayos del sol asomándose tras la sierra de Comanja, a los primeros cantos de las aves; a los primeros vuelos de las golondrinas; a los primeros zigzagueos del saltapared.
Y bajo la límpida comba azul del cielo de la Villa de Lagos, la María Soledad, regaba y barría el frente de la casa dejando un ambiente terso con olores a tierra mojada.
Ese día, José Nicolás apuraba el paso para asistir a los primeros oficios y luego, dedicarse a sus labores de colocado de cantera en las alturas de la construcción.
Su profunda mirada choca con la inocente sonrisa de María Soledad. Siguió con paso firme y apurado al templo, pero un desasosiego se le clavó en el pecho; interna convulsión que nunca había sentido se apoderaba de su mente.
Todo el día, tuvo en su mente las hermosas miradas de la jovencita del barrio del Rosario.
Cuando salió del trabajo, regresó a su casa por aquel lugar con la esperanza de ver a la causante de tan raro desasosiego, no la volvió a ver, pero ella, que había sentido el mismo impulso, atisbaba su paso tras los arabescos deshilados en las cortinas de la ventana.
La semana transcurrió con lentitud monótona, María Soledad, mientras cuidaba su artificial paraíso donde las macetas al beso del sol, reventaban en penachos de verdes helechos, quebradizas begonias, olorosos claveles, hortensias, siempre vivas y frágiles y humildes violetas, entonaba variadas coplas y letrillas improvisadas por tan raro pero agradable desasosiego.
Al domingo siguiente, cuando el alba aún cobija el caserío, daba gusto ver bañarse a José Nicolás; ese día se arregló como nunca lo había hecho, parecía noble mozo arrancado del Palacio de Moctezuma.
María Soledad, ese día vistió sus más elegantes aunque modestos atuendos, ambos asistieron a la función religiosa de Nuestra Señora de La Merced. Ambos buscaron la ocasión para unir sus miradas.
Cuando el vecindario se dio cuenta de aquel romance, las opiniones se dividieron; mientras que para unos era la pareja ideal por la gracia y simpatía que los jóvenes despertaban en todos, para otros, la brutalidad física del musculoso y atlético cuerpo del herrero José Nicolás, contrastaba con la blanquísima dulzura de María Soledad.
Pasan los días, los meses y ya hacen planes para el matrimonio, en el corazón de ambos había germinado la impaciencia de sus ilusiones juveniles y en sus mentes reinaba la felicidad que no conoce el sufrimiento.
¡Qué lejos estaban sus mentes de predecir las horribles torturas y fin que el destino les tenía deparado!, ilusiones juveniles convertidas en dolor y angustia.
Hacían ya los preparativos para la boda; hasta el señor cura publicaba sus desposorios; entonces llega a la Villa, Nicho “ El Carrero ”; hombre sin escrúpulos, cuya crueldad era conocida en muchas leguas a la redonda.
Su sola presencia causaba repulsión y miedo; tras las enmugrecidas barbas se escondían varias cicatrices que hablaban de una vida de pendencias, no encuentro las palabras para describir la maldad de aquel hombre que destruyó el idilio de José Nicolás y María Soledad.
Ese día, Nicho “El Carrero” y dos, no menos peligrosos rufianes llegaron al Mesón de Jesús María y se instalan; mientras descansan, dan cuenta de buenas raciones de pulque hasta embrutecerse, en medio de risotadas e injurias.
Venía buscando a un caballero de no recomendable traza, y cuentas pendientes con varias justicias y venía huyendo de él, se informa que estaba hospedado en la Venta de Santa Elena, inmueble en el barrio del mismo nombre y levantado para abrigar a los viandantes; sobre todo en temporada de lluvias en que el desborde del río impedía el paso hacia el norte por el Camino Real de Minas.
Ya al caer la tarde, cuando los rayos del sol se pierden tras los cerros de La Bola, salen Nicho y secuaces a la plazuela del comercio, a un lado del templo parroquial.
Entre relinchos de bestias y risotadas de gañanes tambaleantes trotan por los empedrados; suben y bajan las disparejas banquetas echando sus bestias a aquellos desafortunados que tuvieron la mala suerte de cruzarse al centelleante trotar de aquellos caballos.
Bajan por la calle del Rosario para ir en busca del rival y al pasar frente a la última casa de la calle, la que tiene sus bardas que dan al río, Nicho descubre la grácil figura de María Soledad, con su hediondo brazo, cual tenaza de hierro, la levanta, mientras cae desmayada.
Pasan el río; dejan a un lado El Testerazo; corren frente a la Venta de Santa Elena; y se pierden en el fondo entre los árboles aledaños a los arroyos que cruzan el Camino Real de Minas.
¡Cómo sufrió María soledad cuando vuelta a la realidad se da cuenta del lugar donde se hallaba! tan lejos de los suyos, de José Nicolás y en tan malvada compañía.
Su inocente corazón de cervatillo asustado lloró al recordar su próximo desposorio, amarrada a un huisache, mientras sus raptores se la juegan a las cartas, ve pardear la tarde y perder sus esperanzas.
Pero antes de largarse de la Villa el facineroso regresa a La Venta en busca del rival, llevando consigo tan preciada cautiva.
Las sombras de la noche cobijan las altas bardas del caserón; y no faltó vecino que al darse cuenta del regreso, va con José Nicolás y le dice que estaban en La Venta.
Su moreno rostro aturdido por la rabia se enciende, toma descomunal machete y se encamina con paso fuerte a La Venta de Santa Elena, al rescate de su dama, cuando llega, ya la muerte ronda entre las vetustas paredes de La Venta y pronto participa en la refriega.
Los chispazos brotan al chocar de los aceros en las piedras y encienden el furor de las maldiciones, sudor, sangre, alaridos y muerte destilan los ojos de los contendientes.
Uno de los asesinos, clava descomunal puñal en la espalda de José Nicolás haciéndolo caer a un lado del combate, la asustada María Soledad no daba crédito al infernal espectáculo y corre para aliviar a su José Nicolás, le desprende el puñal y cuando ve que su apuesto mozo pierde el sentido, ella lo lleva a su pecho y lo guarda destrozando su corazón, cayendo sobre el ensangrentado cuerpo del mancebo.
En eso, unas ráfagas heladas barren las deformes bardas de la finca y la hojarasca del rastrojo en los corrales canta monótona queja.
Los pocos moradores de La Venta huyen despavoridos, el forastero desaparece en su cabalgadura.
Los inertes cuerpos de María Soledad y José Nicolás apenas se ven tras los rayos dolientes ante tan macabro espectáculo.
Nicho toma el descomunal machete que ni muerto suelta José Nicolás y de brutal tajo, arranca la cabeza de la bella María Soledad y su mutilado cuerpo lo esconden bajo pesada laja, junto a la noria que llena los abrevaderos de las bestias. Atropelladamente montan en sus cabalgaduras que nerviosas relinchan enderredor de charcos de sangre y como almas que lleva el diablo, con la cabeza de María Soledad como trofeo, se pierden entre las alamedas del Camino Real y ya nunca se volvió a saber de ellos.
La timorata gente de La Villa, en esa noche de sangre y de muerte, no se atrevió acercarse a la fatídica Venta que después de lo sucedido se volvió más lóbrega y sombría, la soledad tan sólo la interrumpían, el canto de la lechuza y el aullar del coyote.
Otro día recogieron el cuerpo de José Nicolás; de María Soledad no volvieron a saber nada, pasaron los años y esa noche que fue de muerte, en esas vísperas matrimoniales terminadas en tragedia, con los años fue olvidándose por todos los habitantes.
Los días de bullicio de La Venta de Santa Elena vinieron a menos; pues quienes se dieron cuenta de los hechos, buscaban otros lugares donde pasar la noche, el entrar y salir de carretas y su acostumbrado chirriar de las ruedas, había enmudecido para siempre en la añeja Venta.
Cuando el recuerdo de la tétrica noche se fue apagando en las mentes de los habitantes de la Villa, sobre todo en esas noches de nebuloso silencio y cuando la luna se asoma tras las nubes en un cielo lagañoso, no faltó quienes a deshoras de la noche escucharan relinchos, pesuñeos, alaridos, carreras y un bulto blanco sollozante en el portón de La Venta, que pide quien le ayude para salvar la vida a su José Nicolás.
Pasaron muchos años, La Venta recibió transformaciones; lo que fueron corrales se transformaron en tablas donde la hortaliza y las flores entonaban nuevas vidas; y un día, luego que fueron corridas las pesadas lajas junto a la vieja noria, descubrieron mutilada osamenta que revivió la existencia de María Soledad.
Y cuenta la leyenda, que al poco tiempo, de aquel hoyanco que guardara durante décadas los restos del casto cuerpo de María Soledad, brotaron las más esbeltas y olorosas azucenas, lo más risueños margaritones y las más encendidas tostonas.
Así termina la historia de amor que terminó en tragedia; y aún parece existir entre las flores que brotan en los huertos de la antigua Venta de Santa Elena el risueño amor de María Soledad.